Fuente: Juan Félix Castro Soto en diarioextra.com

Mirando a distancia y omitiendo la pericia del detalle, como habitualmente se hace, la actividad de conservación ambiental luce su atuendo de bondad y loables intenciones. Aparenta en todo momento alcanzar el objetivo de mantener y perpetuar los recursos naturales. Pero detrás de las expectativas y prácticas “conservacionistas” también convergen intereses de muy variado origen y ajenos al amor por la naturaleza.

Tal es el caso del cálculo político que se pone en juego cuando, bajo el soporte de la conservación ambiental, subyacen mecanismos de coerción política, como en el conflicto fronterizo de Isla Calero. De igual modo sucedió con la introducción al país del discurso del desarrollo sostenible en el gobierno de José María Figueres Olsen. En ambos casos se hace política y politiquería al amparo de la conservación ambiental.

Narcisismos, autoritarismos, necesidades de figurar y otros, motivan de igual modo muchas de las acciones conservacionistas. Aquí no es necesario citar ejemplos, tales actitudes no es difícil reconocerlas y son relativamente comunes. No menos graves y frecuentes son aquellas actividades de supuesta conservación ambiental que tienen por meta hacer negocios y aprovechar ventajas de diversa índole para quienes participan, muchas veces valiéndose del membrete, cualquiera que sea el que se exhiba (institución pública, fundación, universidad, inversionista, instituto de investigación, etc.), en función de satisfacer deseos de codicia.

En este ámbito el discurso de la conservación puede servir además al desvío y legitimación de capitales y al lavado de dinero. Al respecto, me parece que lo dicho convoca a la reflexión sobre casos que quizá alguna gente conozca.

Como se ve, el problema aparece porque no se logra identificar cuál es el medio y cuál es el fin. Hecho del cual se sirven los mercaderes, los que ostentan el poder y los emocionalmente desguarnecidos para intentar resarcir sus demandas. Las repercusiones las sufren las comunidades que ven a instituciones, organizaciones, ONGs e inversionistas desmantelando el tejido comunitario, restringiendo el territorio, enajenando la cultura autóctona, interfiriendo en la vivencia cotidiana, invisibilizando fuentes e iniciativas laborales de carácter colectivo y local. Todo, según la presunción de conservar y cuidar el medio ambiente.

Noción de desarrollo. Lo anterior se hace posible en virtud de la visión de desarrollo que prevalece. Una noción equivocada de desarrollo donde la contradicción no conduce al cuestionamiento. El enriquecimiento ilimitado y la búsqueda de la mayor comodidad se justifican y estimulan como si no dependieran directamente de las posibilidades limitadas y reducidas que en este momento presenta la naturaleza en relación con la capacidad para abastecer las pretensiones de consumo, cuyo ritmo es cada vez más acelerado. Cobijadas bajo esta forma de entender el desarrollo esconden sus caras las transnacionales mineras y petroleras, los impulsadores del carbono neutral, los plantadores de monocultivos y los promotores de megaproyectos.

Comprometerse realmente con la protección del medio ambiente va seguido de contar con un concepto de desarrollo que no admita la contradicción ni los eufemismos, que opere bajo el protagonismo de lo local-comunitario, que plantee una visión de sociedad que atienda las necesidades humanas y no las del mercado, . Preocuparse por la conservación implica tener visión de contexto, es decir, saber lo que ocurre en diversos ámbitos de la realidad local, nacional y mundial y contar con una visión a largo plazo para imaginar un país y un mundo diferentes, donde predomine el respeto y el aprecio hacia toda forma de vida, la vida humana como una entre tantas.

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